La diferencia comunista
por Pablo Leoncini.
Desconocer
el absurdo de un orden que pareciera el único horizonte posible, implica
rescatar el derecho a la verdad que fue enterrada por los vencedores. Nos
involucra en un cruce decidido frente a los “propietarios de la seguridad del
ignorante”[2].
A
partir de que circulan los Cuadernos de
la cárcel de Antonio Gramsci, ningún analista serio desconoce que ejercer
el poder de manera hegemónica significa lograr la producción de un modo de vida
total de la sociedad. Un proceso social vivido y organizado prácticamente por
los significados y valores dominantes, desde un entramado de experiencias,
relaciones y actividades cotidianas que crean un determinado sentido común. Así, la hegemonía naturaliza la cultura dominante, estableciéndola como
modelo de conducta social “normal”.
Mediante
operaciones de hegemonía se delimita la realidad social: -lo que existe y lo
que no existe; -lo que es bueno, bello, justo, correcto y lo que no; -lo que es
posible e imposible. Se trata de un proceso social en el que se arraiga un tipo
de cultura mediante recursos ideológicos[3]
como; la adaptación, la inevitabilidad, la deferencia, la resignación
y el miedo. Este verdadero proceso
pedagógico, es socializado mediante una enmarañada red de instituciones e
instrumentos de carácter político, económico, educativo y militar. Al decir de
Noam Chomsky, existe una “fabricación industrial del consenso”, una compleja guerra cultural.
La mayoría de quienes cuestionan esta realidad –las
corrientes que genéricamente se denominan de izquierda– forman parte de éste
entramado hegemónico, mediante el posibilismo o mediante el estrategismo.
Existe desde hace décadas, pero con mayor presencia actual en las “minorías
críticas” de nuestra sociedad, una izquierda funcional a conservar el presente.
La incomprensión del mundo se hizo costumbre y, al
decir de Oliverio Girondo, “nos teje diariamente una telaraña en las pupilas”.
Sin embargo, la realidad no es una sustancia inmutable, sino un territorio en
movimiento, en el que es posible desafiar los límites de lo establecido.
Existen
oportunidades para rescatar las voces subterráneas de los vencidos, de quienes
hicieron de la historia tiempos de grandes
esperanzas colectivas, cuyas expresiones fueron revoluciones,
descolonizaciones, libertades, derechos, nuevos saberes científicos y poderosas
rupturas artísticas.
No se trata de una operación de recuperación
melancólica, sino de la reactivación de un pasado a través de
experiencias, derrotas y triunfos que permitan entender el presente e intenten nuevas
esperanzas de transformación social. Y en estos intentos, deambula el fantasma del comunismo.
Ese
espíritu cultural de “un mundo muerto que
insiste, con ardides muy dispares, en tirar de los pies a los que le han
sobrevivido”[4],
persiste como memoria de futuro, como el programa no realizado y la organización no conservada capaces de
desafiar el monolítico sentido dominante, porque –como escribió Nazim Hikmet–,
“nuestros días más hermosos todavía no los hemos vivido”.
¿Por qué sobrevive el espectro del comunismo?
Posiblemente la actualidad de su ausencia pueda observarse con la
reacción anticomunista de estos tiempos. Porque, a pesar de su crisis, el comunismo fue y es un
contenido perturbador para conservar el orden social.
El
comunismo es una cultura. Son los valores, prácticas, tradiciones,
representaciones y experiencias que permiten una identidad colectiva,
proporcionan lecturas comunes del pasado e inspiran programas políticos para el
presente.
Estas
son las características de toda cultura política. ¿Qué distingue al comunismo?
La
diferencia comunista es la de haber
organizado una voluntad indiscutible de creación de un tipo de Estado para
transformar la sociedad. La tradición comunista tuvo plena conciencia de la
necesidad de tener una estructura organizativa eficaz, demostrando que el
Estado puede ser gobernado por un sujeto político popular y, paralelamente, el
sujeto popular puede organizar las instituciones de su propio poder.
Poner
en riesgo el Estado como espacio socialmente monopólico de administración y
decisión política de las elites dominantes, fue la mayor potencia –real,
histórica, concreta– del comunismo.
Es
por ello que el discurso anticomunista tiene como eje un ataque estratégico al
papel del Estado. Los Partidos Comunistas nacen como voluntades organizadas de
un nuevo tipo de Estado, es decir, de creación de programas de transformación
social y cultural a partir del poder estatal. Toda la historia de la Komintern
parte de la perspectiva estratégica de que el Estado es un terreno principal de
la lucha de clases. El Estado es la expresión histórica –cristalizada en
determinada arquitectura institucional– de una relación de fuerzas específica.
De
aquí que el anticomunismo no tema a las ideas comunistas, sino a la capacidad
del comunismo de constituirse en voluntad de Estado y de transformar la nación.
Y
en un punto, el izquierdismo y el anticomunismo se asocian. El izquierdismo
hace de su práctica de acompañamiento parlamentario o de su
social-vanguardismo, su lugar de realización existencial e histórica. Mientras
que para el comunismo, gobernar desde la izquierda tratando de llegar al
Estado, llevó, inevitablemente como contrapartida, al desarrollo del
anticomunismo en tanto defensa estratégica del monopolio del poder de los sectores
dominantes.
Comprender
la cultura comunista y su crisis supone problematizar y cuestionar lugares
comunes construidos por la derecha[5]
(fracaso como experiencia histórica y deformación autoritaria) y por cierta
izquierda (estalinismo como equivalente de comunismo, sin continuidades ni
rupturas, sin analizar el contexto ni la influencia del dogmatismo).
La
crisis del comunismo es un problema político-cultural y, para entenderla, es
preciso situarla en el contexto específico de las relaciones de fuerzas
nacionales e internacionales y de los significados particulares que el
comunismo representaba para la sociedad. También implica preguntarnos sobre sus
posibilidades de persistencia.
Indudablemente, esta lectura supone un abordaje crítico con
todas aquellas deformaciones, prácticas y errores que debilitaron y jaquearon el
horizonte transformador proclamado por el comunismo, tanto en el país como en
el mundo.
En su recorrido histórico nacional, el Partido Comunista de Argentina (PCA) fue
su programa[6] y su
experiencia organizativa. El partido fue
un modo de vida total propuesto como alternativa de sociedad, un sujeto
colectivo moldeado por sus dirigentes y militantes. Su programa no era un
conglomerado de palabras, sino la adecuación política concreta –con sus
respectivos instrumentos– de una hipótesis estratégica de transformación de la
sociedad.
Un objetivo del comunismo argentino fue hacer del
partido una fuerza organizativa tan desarrollada que sus enemigos y oponentes
tuvieran que ampliar sus esfuerzos en todos los terrenos para enfrentarlo.
Debido a la preparación política, militar, intelectual y organizativa que les
demandaba tal apuesta, el partido fue un
estímulo para quienes lo combatían, como oponentes o enemigos.
El PCA no fue solamente obrero, sino también popular. Aunque su discurso se centraba en el proletariado,
el sujeto político comunista era un amplio segmento social interclasista, a
través del cual el partido se proponía articular una mayoría nacional que
desarrollara y ejerciera su programa.
A través de sus organizaciones e instituciones, y a pesar de la clandestinidad y la represión en que se desarrolló la mayoría de su historia, el Partido fue una comunidad de destino donde se materializó una sociabilidad alternativa a la hegemónica, que puede describirse como una “sociabilidad comunista”. También fue la organización que preservó a la mayoría de sus militantes (y a los de otras corrientes políticas) de la represión y del fascismo.
Pese a que, desde 1983, circula socialmente un
rancio discurso anticomunista sobre el papel del PCA en la última dictadura
militar –y a pesar de las declaraciones formales de una parte de la dirigencia
del propio partido–, es innegable que existieron múltiples formas de
enfrentamiento al Terrorismo de Estado protagonizadas por el Partido Comunista,
tanto en la Argentina como en todo el Cono Sur. En este contexto, conviene recordar
que el PCA –a diferencia de todas las otras tradiciones de la política
nacional– tomó la iniciativa de hacer una reflexión autocrítica sobre el rol
que se le adjudica en relación con éste proceso.
El comunismo argentino fue un partido del conocimiento y el arte. El hecho de que el partido estuviera integrado por
los protagonistas de segmentos notables de la intelectualidad argentina hizo
posible conocer las condiciones específicas del país al que el PCA buscaba transformar.
Aun con errores, ese conocimiento multidimensional fue la base para conformar
el programa de alternativa de sociedad que el partido propuso en base a su
hipótesis estratégica.
¿Logró, el Partido Comunista de Argentina, crear las
bases para una hegemonía alternativa? ¿Fue un gran “partido de ideas”, como el
Partido Comunista Italiano? No tenemos certeza al respecto, pero sí podemos
decir que abordó todos los grandes temas de la cultura y del arte y tomó una
postura propia sobre cada una de ellos, aunque esa posición no siempre fuera
coherente con las perspectivas transformadoras.
Ser internacionalista fue, sin dudas, una marca distintiva del comunismo. Desarrolló, como ninguna otra corriente de la izquierda argentina, una
larga serie de iniciativas concretas –con incidencia real– en la solidaridad
internacional y en la colaboración combatiente con las causas liberadoras
latinoamericanas y mundiales.
El Partido Comunista fue un partido de mutaciones. Desde el viraje táctico de 1928, sobre el frente popular; el de
1946, sobre la actitud frente al peronismo y el de 1963, sobre las formas de
lucha armada. Indudablemente, la más profunda y ambiciosa fue el proceso de
viraje que comenzó en 1984 y se cristalizó en el XVI Congreso de 1986, cuando
el Partido apostó a refundarse en el contexto del fin de una época.
El fracaso de la última mutación del comunismo
argentino paralizó, a su vez, la posibilidad de crear una alternativa de
sociedad para las mayorías nacionales. Y la lenta pero imparable descomposición
político-organizativa del PCA, acompaña estructuralmente el declive de la
memoria y la cultura comunista.
La supervivencia
no es una virtud en sí misma y sólo adquiere relevancia cuando la experiencia
histórica se convierte en llave para reconstruir una alternativa que desafíe el
orden establecido. Quizá el destino de la diáspora
comunista –una fracción más que minoritaria del ya pequeño mundo social de
una izquierda sin partido en
Argentina– sea el de su persistencia cultural.
Si
algún sentido tiene la continuidad cultural del comunismo es el de explicitar
las tensiones críticas entre la tradición y los problemas del presente y, en
esa dialéctica, intentar conectar experiencias suspendidas entre dos tiempos.
Ello supone desnaturalizar la ignorancia histórica en la que se educa a las mayorías,
poner en peligro la comodidad del lenguaje hegemónico y empezar a desarmar las
cristalizaciones que diagraman el presente.
¿Podremos apropiarnos críticamente de los bienes
culturales del comunismo, teniendo en cuenta que toda apropiación de una identidad
requiere de los códigos y mecanismos que la hicieron posible? Es una pregunta
abierta que no admite fundamentalismos de ningún tipo y sobre la que no tenemos
certezas.
Que
una alternativa de sociedad no sea un eje de la agenda político-cultural hegemónica,
es lo que le confiere a la ausencia
comunista una extraordinaria actualidad. En especial para quienes descartan
completamente que dicha alternativa pueda existir.
Reconstruir
un programa de alternativa de sociedad es una delimitación –concreta y no
idealizada–, de una postura política ante los vencedores de la guerra cultural
que moldea nuestros días. Requiere de una postura en el aquí y ahora del mundo
y del país, no una abstracción inviable para las mayorías.
Tratar
de superar, al menos con las palabras, la trivialidad predominante quizá sea un
milimétrico paso en la afirmación de que “lo
seguro no es seguro, lo que es no persistirá como es (…) y, del jamás, saldrá el todavía”[7].
[1]
Ricardo Piglia, Los
diarios de Emilio Renzi:
Jueves 13 de mayo de 1971, Buenos Aires, Anagrama, 2015.
[2] Eliahu Toker, Los dueños de las dudas. S/d.
[3] Para profundizar esta
cuestión, resulta clave el texto de Göran Therborn, La ideología del
poder y el poder de la ideología. Madrid, Siglo XXI, 1987.
[4]
Abel Gilbert, “Get back” y el encanto del pasado en un presente sin
futuro, en: www.eldiarioar.com,
16/01/2022.
[5]
Nestor Kohan, Hegemonía y cultura en tiempos “soft”,
La Habana, Ocean Sur, 2021, p. 19.
[6] Un verdadero programa de
alternativa de sociedad cuyo eje específico fue diseñar un camino argentino al
socialismo. Es decir, una serie de medidas que transformen la sociedad en un
sentido pos-capitalista. Un largo proceso molecular para preparar la sociedad
hacia el socialismo, con eje en el papel de un Estado reformador.
[7]
Bertolt Brecht, Loa a la dialéctica (1932), S/d.
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