La diferencia comunista


por Pablo Leoncini.
 
Ser de vanguardia es estar a destiempo” (Ricardo Piglia)[1]

Desconocer el absurdo de un orden que pareciera el único horizonte posible, implica rescatar el derecho a la verdad que fue enterrada por los vencedores. Nos involucra en un cruce decidido frente a los “propietarios de la seguridad del ignorante”[2].

A partir de que circulan los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci, ningún analista serio desconoce que ejercer el poder de manera hegemónica significa lograr la producción de un modo de vida total de la sociedad. Un proceso social vivido y organizado prácticamente por los significados y valores dominantes, desde un entramado de experiencias, relaciones y actividades cotidianas que crean un determinado sentido común. Así, la hegemonía naturaliza la cultura dominante, estableciéndola como modelo de conducta social “normal”.

Mediante operaciones de hegemonía se delimita la realidad social: -lo que existe y lo que no existe; -lo que es bueno, bello, justo, correcto y lo que no; -lo que es posible e imposible. Se trata de un proceso social en el que se arraiga un tipo de cultura mediante recursos ideológicos[3] como; la adaptación, la inevitabilidad, la deferencia, la resignación y el miedo. Este verdadero proceso pedagógico, es socializado mediante una enmarañada red de instituciones e instrumentos de carácter político, económico, educativo y militar. Al decir de Noam Chomsky, existe una “fabricación industrial del consenso”, una compleja guerra cultural.

La mayoría de quienes cuestionan esta realidad –las corrientes que genéricamente se denominan de izquierda– forman parte de éste entramado hegemónico, mediante el posibilismo o mediante el estrategismo. Existe desde hace décadas, pero con mayor presencia actual en las “minorías críticas” de nuestra sociedad, una izquierda funcional a conservar el presente.

La incomprensión del mundo se hizo costumbre y, al decir de Oliverio Girondo, “nos teje diariamente una telaraña en las pupilas”. Sin embargo, la realidad no es una sustancia inmutable, sino un territorio en movimiento, en el que es posible desafiar los límites de lo establecido.

Existen oportunidades para rescatar las voces subterráneas de los vencidos, de quienes hicieron de la historia tiempos de grandes esperanzas colectivas, cuyas expresiones fueron revoluciones, descolonizaciones, libertades, derechos, nuevos saberes científicos y poderosas rupturas artísticas.

No se trata de una operación de recuperación melancólica, sino de la reactivación de un pasado a través de experiencias, derrotas y triunfos que permitan entender el presente e intenten nuevas esperanzas de transformación social. Y en estos intentos, deambula el fantasma del comunismo.

Ese espíritu cultural de “un mundo muerto que insiste, con ardides muy dispares, en tirar de los pies a los que le han sobrevivido”[4], persiste como memoria de futuro, como el programa no realizado y la organización no conservada capaces de desafiar el monolítico sentido dominante, porque –como escribió Nazim Hikmet–, “nuestros días más hermosos todavía no los hemos vivido”.

¿Por qué sobrevive el espectro del comunismo? Posiblemente la actualidad de su ausencia pueda observarse con la reacción anticomunista de estos tiempos. Porque, a pesar de su crisis, el comunismo fue y es un contenido perturbador para conservar el orden social.

El comunismo es una cultura. Son los valores, prácticas, tradiciones, representaciones y experiencias que permiten una identidad colectiva, proporcionan lecturas comunes del pasado e inspiran programas políticos para el presente.

Estas son las características de toda cultura política. ¿Qué distingue al comunismo?

La diferencia comunista es la de haber organizado una voluntad indiscutible de creación de un tipo de Estado para transformar la sociedad. La tradición comunista tuvo plena conciencia de la necesidad de tener una estructura organizativa eficaz, demostrando que el Estado puede ser gobernado por un sujeto político popular y, paralelamente, el sujeto popular puede organizar las instituciones de su propio poder.

Poner en riesgo el Estado como espacio socialmente monopólico de administración y decisión política de las elites dominantes, fue la mayor potencia –real, histórica, concreta– del comunismo.

Es por ello que el discurso anticomunista tiene como eje un ataque estratégico al papel del Estado. Los Partidos Comunistas nacen como voluntades organizadas de un nuevo tipo de Estado, es decir, de creación de programas de transformación social y cultural a partir del poder estatal. Toda la historia de la Komintern parte de la perspectiva estratégica de que el Estado es un terreno principal de la lucha de clases. El Estado es la expresión histórica –cristalizada en determinada arquitectura institucional– de una relación de fuerzas específica.

De aquí que el anticomunismo no tema a las ideas comunistas, sino a la capacidad del comunismo de constituirse en voluntad de Estado y de transformar la nación.

Y en un punto, el izquierdismo y el anticomunismo se asocian. El izquierdismo hace de su práctica de acompañamiento parlamentario o de su social-vanguardismo, su lugar de realización existencial e histórica. Mientras que para el comunismo, gobernar desde la izquierda tratando de llegar al Estado, llevó, inevitablemente como contrapartida, al desarrollo del anticomunismo en tanto defensa estratégica del monopolio del poder de los sectores dominantes.  

Comprender la cultura comunista y su crisis supone problematizar y cuestionar lugares comunes construidos por la derecha[5] (fracaso como experiencia histórica y deformación autoritaria) y por cierta izquierda (estalinismo como equivalente de comunismo, sin continuidades ni rupturas, sin analizar el contexto ni la influencia del dogmatismo).

La crisis del comunismo es un problema político-cultural y, para entenderla, es preciso situarla en el contexto específico de las relaciones de fuerzas nacionales e internacionales y de los significados particulares que el comunismo representaba para la sociedad. También implica preguntarnos sobre sus posibilidades de persistencia.

Indudablemente, esta lectura supone un abordaje crítico con todas aquellas deformaciones, prácticas y errores que debilitaron y jaquearon el horizonte transformador proclamado por el comunismo, tanto en el país como en el mundo.

En su recorrido histórico nacional, el Partido Comunista de Argentina (PCA) fue su programa[6] y su experiencia organizativa. El partido fue un modo de vida total propuesto como alternativa de sociedad, un sujeto colectivo moldeado por sus dirigentes y militantes. Su programa no era un conglomerado de palabras, sino la adecuación política concreta –con sus respectivos instrumentos– de una hipótesis estratégica de transformación de la sociedad. 

Un objetivo del comunismo argentino fue hacer del partido una fuerza organizativa tan desarrollada que sus enemigos y oponentes tuvieran que ampliar sus esfuerzos en todos los terrenos para enfrentarlo. Debido a la preparación política, militar, intelectual y organizativa que les demandaba tal apuesta, el partido fue un estímulo para quienes lo combatían, como oponentes o enemigos.

El PCA no fue solamente obrero, sino también popular. Aunque su discurso se centraba en el proletariado, el sujeto político comunista era un amplio segmento social interclasista, a través del cual el partido se proponía articular una mayoría nacional que desarrollara y ejerciera su programa.

A través de sus organizaciones e instituciones, y a pesar de la clandestinidad y la represión en que se desarrolló la mayoría de su historia, el Partido fue una comunidad de destino donde se materializó una sociabilidad alternativa a la hegemónica, que puede describirse como una “sociabilidad comunista”. También fue la organización que preservó a la mayoría de sus militantes (y a los de otras corrientes políticas) de la represión y del fascismo.

Pese a que, desde 1983, circula socialmente un rancio discurso anticomunista sobre el papel del PCA en la última dictadura militar –y a pesar de las declaraciones formales de una parte de la dirigencia del propio partido–, es innegable que existieron múltiples formas de enfrentamiento al Terrorismo de Estado protagonizadas por el Partido Comunista, tanto en la Argentina como en todo el Cono Sur. En este contexto, conviene recordar que el PCA –a diferencia de todas las otras tradiciones de la política nacional– tomó la iniciativa de hacer una reflexión autocrítica sobre el rol que se le adjudica en relación con éste proceso.

El comunismo argentino fue un partido del conocimiento y el arte. El hecho de que el partido estuviera integrado por los protagonistas de segmentos notables de la intelectualidad argentina hizo posible conocer las condiciones específicas del país al que el PCA buscaba transformar. Aun con errores, ese conocimiento multidimensional fue la base para conformar el programa de alternativa de sociedad que el partido propuso en base a su hipótesis estratégica.

¿Logró, el Partido Comunista de Argentina, crear las bases para una hegemonía alternativa? ¿Fue un gran “partido de ideas”, como el Partido Comunista Italiano? No tenemos certeza al respecto, pero sí podemos decir que abordó todos los grandes temas de la cultura y del arte y tomó una postura propia sobre cada una de ellos, aunque esa posición no siempre fuera coherente con las perspectivas transformadoras.

Ser internacionalista fue, sin dudas, una marca distintiva del comunismo. Desarrolló, como ninguna otra corriente de la izquierda argentina, una larga serie de iniciativas concretas –con incidencia real– en la solidaridad internacional y en la colaboración combatiente con las causas liberadoras latinoamericanas y mundiales.

El Partido Comunista fue un partido de mutaciones. Desde el viraje táctico de 1928, sobre el frente popular; el de 1946, sobre la actitud frente al peronismo y el de 1963, sobre las formas de lucha armada. Indudablemente, la más profunda y ambiciosa fue el proceso de viraje que comenzó en 1984 y se cristalizó en el XVI Congreso de 1986, cuando el Partido apostó a refundarse en el contexto del fin de una época.

El fracaso de la última mutación del comunismo argentino paralizó, a su vez, la posibilidad de crear una alternativa de sociedad para las mayorías nacionales. Y la lenta pero imparable descomposición político-organizativa del PCA, acompaña estructuralmente el declive de la memoria y la cultura comunista.

La supervivencia no es una virtud en sí misma y sólo adquiere relevancia cuando la experiencia histórica se convierte en llave para reconstruir una alternativa que desafíe el orden establecido. Quizá el destino de la diáspora comunista –una fracción más que minoritaria del ya pequeño mundo social de una izquierda sin partido en Argentina– sea el de su persistencia cultural.

Si algún sentido tiene la continuidad cultural del comunismo es el de explicitar las tensiones críticas entre la tradición y los problemas del presente y, en esa dialéctica, intentar conectar experiencias suspendidas entre dos tiempos. Ello supone desnaturalizar la ignorancia histórica en la que se educa a las mayorías, poner en peligro la comodidad del lenguaje hegemónico y empezar a desarmar las cristalizaciones que diagraman el presente.

¿Podremos apropiarnos críticamente de los bienes culturales del comunismo, teniendo en cuenta que toda apropiación de una identidad requiere de los códigos y mecanismos que la hicieron posible? Es una pregunta abierta que no admite fundamentalismos de ningún tipo y sobre la que no tenemos certezas.

Que una alternativa de sociedad no sea un eje de la agenda político-cultural hegemónica, es lo que le confiere a la ausencia comunista una extraordinaria actualidad. En especial para quienes descartan completamente que dicha alternativa pueda existir.

Reconstruir un programa de alternativa de sociedad es una delimitación –concreta y no idealizada–, de una postura política ante los vencedores de la guerra cultural que moldea nuestros días. Requiere de una postura en el aquí y ahora del mundo y del país, no una abstracción inviable para las mayorías.

Tratar de superar, al menos con las palabras, la trivialidad predominante quizá sea un milimétrico paso en la afirmación de que “lo seguro no es seguro, lo que es no persistirá como es (…) y, del jamás, saldrá el todavía[7].




[1] Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi: Jueves 13 de mayo de 1971, Buenos Aires, Anagrama, 2015.

[2] Eliahu Toker, Los dueños de las dudas. S/d.

[3] Para profundizar esta cuestión, resulta clave el texto de Göran Therborn, La ideología del poder y el poder de la ideología. Madrid, Siglo XXI, 1987.

[4] Abel Gilbert, Get back y el encanto del pasado en un presente sin futuro, en: www.eldiarioar.com, 16/01/2022.

[5] Nestor Kohan, Hegemonía y cultura en tiempos “soft”, La Habana, Ocean Sur, 2021, p. 19.

[6] Un verdadero programa de alternativa de sociedad cuyo eje específico fue diseñar un camino argentino al socialismo. Es decir, una serie de medidas que transformen la sociedad en un sentido pos-capitalista. Un largo proceso molecular para preparar la sociedad hacia el socialismo, con eje en el papel de un Estado reformador.

[7] Bertolt Brecht, Loa a la dialéctica (1932), S/d.

Comentarios

Actualidad de una ausencia

La Ferifiesta Comunista (I): 1984

Comunista sin carnet