Raúl González Tuñón. El ángel terrestre
por David Viñas.
Madrid
1939 y el autor de Todos bailan
“Es el espíritu del martinfierrismo
trasmigrado a la izquierda”
-Beatriz Sarlo, Buenos Aires 1920 y 1930,
1988.
Buscar lo
esencial de un poeta (como de cualquiera que ande por ahí) corre varios
riesgos. Dos principales, por lo menos: quedarse con el caracú y olvidar lo
sabroso de la carne o, mas grave aún, privilegiar un rasgo aislado creyéndolo
decisivo cuando la clave se arrincona, solapada, en algún flanco o repliegue.
En esta
segunda alternativa, lo chingado del juicio puede desembocar en caricatura al
acentuar sólo un dato: “orejudo” puede decirse enfatizando una oreja
desmesurada cuando el secreto no pasa por ahí; o “manco”, otro ejemplo, en el
caso bastante notorio del autor del Quijote
cuyo carozo no se explica precisamente por la falta de mano.
Pero en el
caso de Raúl González Tuñón voy a fingirme arriesgado proponiendo algo que puede
pasar por esquema o por síntesis quizá: las revistas primordiales con las que
se vincula Tuñón empiezan con el mítico Martín
Fierro (1924-1927), lugar donde se combinan la criolledá y la vanguardia,
armatostes importados, Villa Ortúzar, el jazz, Girondo insolente y hasta
epitafios. Eso en el momento más o menos aterciopelado del doctor Alvear.
Porque más allá de 1930 y ya bajo el benemérito general Justo es Contra, “la revista de los
francotiradores” la que embandera a Tuñón: se trata de un escenario donde el
confortable descaro de los años ’20 impregnados de tranvías, Firpo, declives,
jadeos portuarios o Rimbaud se va deslizando hacia una izquierda explícita
puesta bajo las divisas de Pudovkin y Freud, Viena y la Unión Soviética. Y las
denuncias jocundas contra monseñor Napalm o las ambigüedades confeccionadas
como método y gambeta en Borges y la Ocampo. E incluso como urgencia, en el
debate interno de lo que se considera a sí mismo crítica o ademán
revolucionario.
Inflexiones,
por lo tanto, en el itinerario de González Tuñón: ésas son las revistas que
simbolizan dos momentos sucesivos, porque si los libros que definen la etapa más
nítidamente vanguardista se titulan Violín
del diablo (1926), Miércoles de
ceniza (1928) y La calle del agujero
en la media (1930), las obras que soportan el acento más politizado se
llaman, a su vez, Todos bailan (1934)
y La rosa blindada (1936).
Esta doble
articulación textual si por una ladera va privilegiando a Buenos Aires o París
como mapas transitados y en comentario donde andadura y escritura se
superponen, exhibe un procedimiento similar. Quiero decir, salto geográfico
preferencial pero continuidad en los recursos: del Paseo de Julio en brinco a
Montmartre, de las victroleras al bistró, y de Blumberg y Carriego a Verlaine,
pero el caleidoscopio vertiginoso y desarticulado siempre se compagina en
collage: residuos, flashes, encrucijadas fugaces y suculentas, una ojera
violeta, dos canarios o algún francés compadrón en la 9 de julio o el 14. No se
sabe muy bien. Porque si la pista de Tuñón cuyo eje es 1930, en esa vertiente
doble hacia Alvear o zigzagueando hacia Agustín Justo Pé, si entra por cierto
almacén de Tucumán y Reconquista, termina saliendo al BoulMinch.
Al final
de ese eje lo espera Madrid; y si la cosa empezó en el ’36 con Algeciras,
Federico, Queipó del Llano o la calle de Alcalá, tres años después –en derrota
y defensiva obstinada– se va a llamar, sobre todo, Rafael, Pablo, Nicolás y un
peruano, Vallejo. Y si los saltimbanquis terminan reemplazados por milicianos o
sangre, el lugar acelerado de los collages
va a ser ocupado, con entonación de réquiem, por versos tan prolongados como
solemnes.
Es el
ademán de 1939: apenas si se baila en Madrid; ni Verlaine, ni tangos, ni
flashes, ni tiernos cachorritos, ni comisuras carnosas. Qué le vamos a hacer.
Son cincuenta años de esa tragedia de España y de La muerte en Madrid. Y presumo que la que zurció Felipe, ahora, muy
poco tiene que ver con la del viejo Machado, ni con la del anarco Durruti y mucho
menos con la de Hernández Miguel. Ni con la de tantos otros en Teruel,
Guadarrama, Guernica o por los bordes del Ebro.
Al fin de cuentas, si desde la Moncloa de 1989 le hubieran susurrado al poeta de Juancito Caminador que todos sus poemas son ideológicos, presiento que Tuñón hubiera dicho que sí. Qué duda. Pero insinuando irónico y en despedida: “-Y además, utópicos…”
(Artículo digitalizado del Suplemento “Las palabras y las cosas”, del diario Sur, Buenos Aires, 13 de agosto de 1989)
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