Ideas estéticas y literarias de Carlos Marx
por Mario Goloboff.
Es sabido: dos de los
autores más citados por Carlos Marx en todos sus escritos son Miguel de
Cervantes Saavedra y William Shakespeare. Menos difundido, pero igualmente
conocido, es que manejaba casi todas las lenguas europeas, que releía con
fruición a los clásicos griegos (una vez por año leía a Esquilo en su original
griego), y que recitaba de memoria para su familia y amigos largos pasajes de La divina comedia, así como versos de
Heine y de Goethe. Fuera del alemán, sus preferidos eran el poeta escocés
Robert Burns, Walter Scott y Honorato de Balzac, y alguna vez se propuso que,
terminadas sus obras económicas, escribiría un trabajo crítico sobre La comedia humana. Cuenta su hija menor,
Eleanor: “A mí, y a mis hermanas antes, me leyó todo Homero, todo los Nibelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches, etc. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de alguien y en manos de
todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas las escenas de
Shakespeare”.
Estos eran, entre otros
muy calificados, sus gustos personales, explicables por su inteligencia, su
formación, su época. A ellos se sumaron opiniones, ya en un plano teórico, que
los convalidaron, e inclinaron el fiel de la balanza hacia el clasicismo, la
representación de la realidad en la obra de arte, el espejo correspondiente. No
era difícil (ni necesario) deducir del conjunto una estética marxista, pero así
se hizo. Omitiendo, olvidando, desviando algún concepto contradictorio. Tal,
entre otros, el enigma que recorre su obra y que él jamás pudo resolver (ni
otros marxistas): “La dificultad no es la de comprender que el arte griego y la
epopeya están vinculados a ciertas formas del desarrollo social, sino que ellos
nos procuran todavía un placer estético y que, desde muchos ángulos,
representan para nosotros una norma, hasta un modelo inaccesible” (Grundisse, 1857: los planos o borradores
de lo que iba a ser El Capital).
Por gustos también
personales, por pereza mental, por escasa formación de buena parte de sus
seguidores, se consagró sin más el realismo y la representación veraz de lo
real como doctrina oficial, refrendados por ciertas páginas de Vladimir Ilich
Lenin sobre León Tolstoi y por otras de teóricos estimados, como Gueorgui
Plejánov, con su exploración del “equivalente social” en arte y en literatura.
Para culminar viendo en la obra, aspectos múltiples de la vida económica y
social expresados en un particular lenguaje. No se exploró, más bien se
desechó, para hacerlo, la relación que podía existir entre esa estética que se
desarrollaba como marxista, basada en un comportamiento humano específico, y
las teorías y el pensamiento, no sólo estéticos, de Carlos Marx.
Sin embargo las ideas
centrales de Marx que están en sus primeros textos de juventud (Manuscritos, de 1844), que recorren de
modo permanente toda su obra, y que fundarían una nueva estética, son su
concepción del hombre como trabajador y transformador de la realidad en medio
del conjunto de la sociedad y sujeto a las relaciones que ella impone,
exteriorizando, objetivando, manifestando en esa producción su propio ser, su
situación de creación y, a la vez, de enajenación. Son esa concepción del hombre,
de la historia y de la sociedad las que fundarían y constituirían los
principios de una estética. Es ya en los Manuscritos
donde para él el arte --como todo trabajo-- manifiesta la necesidad del hombre
de objetivarse y, con ello, las de sus fuerzas primordiales, creadoras.
Esto abre la posibilidad
de ver en el arte, dentro del todo de su concepción que muchos teóricos llaman
“práctico productiva”, su carácter de actividad práctica y creadora. “El arte
se presenta en esta concepción --explica Adolfo Sánchez Vázquez-- como una
forma de actividad práctica, de la producción de objetos, y, en este sentido,
se relaciona con el trabajo en cuanto que éste --como libre juego de las
fuerzas espirituales y físicas del hombre-- pone de manifiesto cierto contenido
estético. Se relaciona asimismo con el trabajo en cuanto producción de un nuevo
objeto en el que se proyectan o expresan fuerzas esenciales humanas, y se pone
de manifiesto un principio creador. La relación con el trabajo se manifiesta,
en tercer lugar, en cuanto que, gracias a él, el hombre ha perfeccionado su
capacidad de dominar la materia para imprimirle la forma adecuada a una función
o necesidad humana, y ha podido elevarse así --sobre la base de la división
social del trabajo-- a una actividad específica --el arte-- destinada a
satisfacer la necesidad estética de imprimir a una materia la forma adecuada
para expresar cierto contenido espiritual. El arte ha surgido, pues, sobre la
base del trabajo humano y del desarrollo del principio estético o creador que
ya se daba en él”.
¿Hasta qué punto es
comprensible que de estas ideas naciera una estética del realismo como la que
surgió? ¿Una estética cuyo fundamento era la teoría del reflejo, que vinculaba
directamente un estilo de creación con los intereses de clase; en fin, que
consagraba en arte (una actividad creadora) un método de creación o un estilo
entre los muchos posibles, como la única expresión artística de izquierda? ¿O,
para decirlo en términos más cercanos al marxismo, por qué designar e indicar
una praxis artística determinada, convertida en la única posible para expresar
los “contenidos” anticapitalistas y revolucionarios?
Como era natural que
ocurriera en los países socialistas, y obviamente en los otros, esta concepción
del arte como reflejo o representación verídica de la realidad tuvo más
consecuencias en el plano teórico que en la práctica artística misma, la que
siguió los caminos que la propia historia del arte iba encontrando cualesquiera
fuesen las normas que la doctrina quisiera imponerle. Además, se hacía evidente
que, considerados a la luz del pensamiento marxista el arte y la literatura,
como actividades libres y creadoras, la estética no podía ser estrecha,
uniforme, coercitiva. Afortunadamente, por encima y en contra de tales posiciones
(estar en contra de estas ideas, numerosas veces costaba la vida) se alzaron
creadores de talla (Maiakovsky, Picasso, Bertold Brecht y muchos otros, así
como en América latina Juan Rulfo, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti,
nuestro Julio Cortázar) y no era gente a la que podía silenciarse.
La práctica artística se
impuso sobre las teorías y enseñó, en su propio hacer, los principios de la
libertad creadora y la esencia del arte de la creación: “...no se copia jamás
la naturaleza --sostuvo Pablo Picasso--, no se la imita tampoco, se permite que
unos objetos imaginados revistan apariencias reales. No se trata de partir de
la pintura para llegar a la naturaleza: es de la naturaleza a la pintura que
hay que ir. Hay pintores que transforman el sol en una mancha amarilla, pero
hay otros que, gracias a su arte y a su inteligencia, transforman una mancha
amarilla en sol”.
(Artículo publicado en Página/12, Buenos Aires, 4/10/2021)
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