Sartre y los dilemas de la libertad




por Axel Gasquet.

Corría el siglo XIX y el hoy ignoto filósofo alemán F. Lange se asombró de que Marx tomase en serio a ese “perro muerto” de Hegel. Casi cien años después, y a tan sólo una década del siglo XXI, no son pocos los que hoy considerarán a Jean-Paul Sartre como el “perro muerto” del pensamiento contemporáneo.

En el décimo aniversario de su desaparición sólo queremos dibujar una austera evocación: Sartre detestaba cualquier tipo de homenajes dirigidos a su persona. Ya en 1964 había rechazado el Premio Nobel de Literatura al igual que su nombramiento como miembro de la Academia Francesa; también se negó a recibir la Legión de Honor.

Muerto el 15 de abril de 1980, su referencialidad se apagó, sin embargo, en los últimos remezones del Mayo del ’68. Poco después, en 1971, publicaría su última gran obra de ensayo literario: El idiota de la familia: Gustav Flaubert.

Hijo único de Jean-Baptiste Sartre y Anne-Marie Schweitzer, Jean-Paul nació en París el 21 de junio de 1905. Su primo fue el célebre Albert Schweitzer. Se inició en la docencia de filosofía a comienzos de los años ’30 en Le Havre. En 1934 se marcha a estudiar a Berlín, donde entrará en contacto por primera vez con la filosofía fenomenológica de Husserl, Heidegger y Scheler. En una de sus primeras obras, La trascendencia del ego (1936), desarrollará parte de este bagaje teórico inscripto en la tradición fenomenológica alemana, que también dejará profunda huella en su obra posterior.

Sartre defendió durante toda su vida una “filosofía de la libertad” que ejerció en una versión popular y políticamente activista del existencialismo humanista. Sin abandonarlo, lo profundiza en sus elaboraciones cuando confluye dcon la tradición materialista. Habiendo ya escrito El ser y la nada (1943), el vuelco hacia el marxismo lo hará por medio de la lectura del texto que marcó a toda su generación: Los Manuscritos económico-filosóficos de 1844.

En la inmediata posguerra, sus tres preocupaciones centrales –la filosofía, la literatura y la política– tomarán forma en la publicación que va a acaparar todo el debate teórico y político del ambiente francés de los años ’40 y ’50: Les Temps Modernes. La revista, que funda en 1945 junto con Merleau-Ponty, aglutinará a su alrededor y en breve tiempo a un número de destacados colaboradores: R. Garaudy, H. Lefébvre, Pontalis –cercano colaborador de Jacques Lacan– y otros.

Con su intento de síntesis entre marxismo y existencialismo Sartre puso, de algún modo, en convivencia a dos vertientes de la tradición fenomenológica: la hegeliana, mediatizada por las lecturas de la Fenomenología del Espíritu que hizo Alexandre Kojéve, y la heideggeriana, con la refundación del Ser en el Tiempo. De este último Sartre tomará, para su adscripción existencialista, la primacía otorgada al futuro en el estudio del tiempo.

Las primeras aproximaciones de Sartre a los problemas planteados por la teoría marxista, es decir, los primeros esfuerzos de fusión entre marxismo y existencialismo, se observan en Materialismo y revolución (1947). Éste y otros escritos abren el debate aun en las propias filas de la revista Les Temps Modernes. Ya avanzados los años cincuenta, Merleau-Ponty elabora toda una serie de objeciones al tratamiento de la dialéctica en Sartre, y afirma que éste se inscribe en un movimiento comenzado en 1917, de la declinación de la dialéctica hacia la pura ideología.

En respuesta a éste y otros planteamientos iniciales, Sartre proyectará su conocida Crítica de la razón dialéctica (1960) y sus prolegómenos en Cuestiones de método, publicada independientemente en 1957. Ambos trabajos no tenían el mismo objetivo: mientras que las Cuestiones… referían centralmente a los elementos teóricos indispensables para totalizar el significado real de la vida de un individuo, “proponiendo –según Perry Anderson– la indagación de los conceptos marxistas, psicoanalíticos y sociológicos en un método interpretativo unitario”, la Crítica… tendía a proporcionar los elementos de una exposición filosófica de las “estructuras formales elementales” de cualquier historia posible.

En el plano literario, Sartre cultivó los valores humanistas propios de la literatura francesa de pre y posguerra. El contenido plástico fue básicamente el mismo que el de Albert Camus y el de su amigo Paul Nizan: la vida trágica, la soledad, la muerte y la decadencia. Desde La náusea (1938) hasta la famosa trilogía Los caminos de la libertad (1945-1949) el problema de la soledad y de la fragmentación del individuo frente a una sociedad devastada (moral y físicamente) está siempre presente en sus obras.

Ahora bien, por encima de los aciertos y equívocos de Sartre en materia filosófica y literaria, lo que sí cabe destacar de su plenitud intelectual es que siempre estuvo afirmada en una genuina actividad militante. Como casi todos los intelectuales franceses de su generación, Sartre fue marcado a fuego por los dos acontecimientos que precipitaron su radicalización: la Guerra Civil Española –con la derrota de la República– y el fracaso del Frente Popular por la misma época en Francia. Poco después, los hechos de la guerra lo conducirán a la resistencia activa. En la posguerra, Sartre fue compañero de ruta del Partido Comunista Francés durante varios años y mantuvo su apoyo crítico hasta los acontecimientos de Hungría en 1956 (Los comunistas y la paz). Condenó la guerra de Indochina en 1953 y firmó en 1961 el famoso Manifiesto de los 121 que proclamaba el derecho de insubordinación para los franceses movilizados por la guerra de Argelia. Asimismo adhirió públicamente al Reseau-Jeanson (organización clandestina que sostenía al Frente de Liberación Nacional argelino). Promovió también la creación del Tribunal Russell contra los crímenes de guerra norteamericanos en Vietnam en 1966-67. Apoyó vivamente el Mayo francés del ’68 y defendió la causa de la Primavera de Praga ese mismo año.

Sartre fue para nosotros uno de los pocos intelectuales que si bien se forjó en y por la derrota del marxismo en Occidente mantuvo, dentro de los límites que le impuso la situación de repliegue, un ejemplo de total integridad entre teoría y práctica. Y fue probablemente esta coherencia a lo largo de su vida la que le granjeó una penetración y autoridad moral como casi ninguna otra figura de este siglo. Sartre fue, quizás, un de los últimos dinosaurios de la “totalidad dialéctica”.

Alguna vez afirmó: “Lo esencial no es lo que se haga del hombre, sino lo que él hace de lo que se hace de él” y en dicho camino “el marxismo… es una tarea, un proyecto a cumplir…” pues “estamos siempre en pasaje, siempre a punto de desagregar produciendo, y de producir desagregando”.

 

(Artículo digitalizado del Suplemento “Las palabras y las cosas”, del diario Sur, 15 de abril de 1990)

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