¿Para qué re-leer la historia? Notas sobre la URSS y la II° Guerra Mundial (I)
“Sobre nuestros hombros pesaban los nombres, las historias de los que no habían podido acompañarnos”
–Almudena Grandes, Inés y la alegría.
Historia y poder
Escribió en 2011 Serge Halimi que “Memoria e historia no cesan de divergir. Con la ayuda de Hollywood, pronto se creerá que Berlín fue conquistada por los estadounidenses.
En
agosto-septiembre de 1944, un instituto de sondeos (¡ya por entonces!) les
preguntaba a los parisinos, cuya ciudad acababa de ser liberada, qué país había
contribuido mayormente a la victoria. Veredicto: la Unión Soviética, 61 %;
Estados Unidos, 26 %. Sesenta años después, el mismo instituto hizo la misma
pregunta a los franceses. Esta vez, respondieron: Estados Unidos, 58 %; Unión
Soviética, 20 %.
Década tras
década, la “popularidad” del Ejército Rojo no ha dejado de bajar…
El bando que
ganó la Guerra Fría también triunfó en la guerra de la memoria. Historia y
poder van de la mano”[1].
Recuperar
algunos tramos explicativos del papel clave jugado por la Unión Soviética
durante la II° Guerra Mundial no es una apelación a la nostalgia, sino una
acción que permiten descifrar aspectos clave del pasado que diagraman el
presente.
Nos
encontramos de nuevo frente a un ciclo histórico en el que “el viejo mundo
puede producir barbarie, pero no aparece un nuevo mundo capaz de sustituirlo”.
También sabemos, por la tradición de los vencidos, que las cosas pueden
empeorar si no tomamos partido ante la realidad.
Pero
en este tiempo sin futuro alternativo a la vista, tenemos que poder comprender
para pensar y actuar.
Una
Guerra antifascista de liberación nacional
El sentido común
hegemónico se caracteriza por presentar los fenómenos históricos como hechos
aislados, como actos particulares y como resultado cosificado de la “maldad” o
“genialidad” de individuos. Romper esa dinámica implica ir a contracorriente de
la lógica dominante que entiende a la “historia de la Guerra” como un capítulo
terminado, especialmente en la versión editorializada por Estados Unidos y las
derechas.
Frente
a esta interpretación, entendemos que para comprender la Guerra hay que
contextualizarla alrededor de dos aspectos clave de finales de la década de
1930: la combinación de la crisis capitalista mundial (iniciada en 1929) y el
proceso de rearme de las potencias de los países centrales.
La
salida de la enorme crisis económica tuvo como una de sus condiciones de posibilidad
la realización de un nuevo conflicto bélico que pusiera en movimiento
estratégico el complejo militar industrial norteamericano y europeo. De modo
que, con solo analizar el movimiento del desarrollo económico del período,
resultaba posible advertir el inicio del nuevo conflicto bélico.
Por
otro lado, el rearme de las potencias no respondía únicamente a las necesidades
del programa intervencionista estatal de la economía, sino también a los
axiomas ideológicos del fascismo europeo y japonés, centrados en un expansionismo
militar de tendencias imperialistas y en un reaccionario nacionalismo racista.
La
hipocresía no es un fenómeno novedoso en la historia política, pero su
utilización a gran escala se convirtió en un argumento generalizado. Hipócrita
es, sin dudas, la postura de la historiografía hegemónica cuando oculta o
minimiza el apoyo que recibiera, en sus inicios, el fascismo italiano de parte
del Estado británico y del Estado francés.
Tampoco
aparecen en los megadocumentales reproducidos masivamente los aspectos clave
del Pacto de Munich[2],
firmado en 1938, que habilitó al expansionismo nazi las condiciones básicas
para el inmediato desarrollo de la Guerra.
Menos
todavía resuena en las cadenas de las empresas de comunicación el Pacto
Antikomintern (1936) que no sólo desplegó a escala de Estado la represión al
comunismo, sino que estructuró puntos vitales para la posterior colaboración
fascista en la guerra civil española (bombardeos en Guernica incluidos), frente
al silencio cómplice de “Occidente”.
Y
si de Estados cómplices se trata, no podemos menos que recordar –en este repaso
por las dinámicas que provocaron la Guerra– la “tolerancia” del Vaticano frente
al nazi-fascismo europeo. Para tal caso, es interesante ver la película de
Costa Gavras, “Amén” (2000), que relata rigurosamente esas circunstancias.
A
su vez, lejos de defender o justificar al expansionismo chauvinista –sobre
Polonia y Finlandia– de la dirigencia soviética encabezada por Stalin tras el
Pacto Molotov-Ribbentrop[3],
es sustancial comprender que dicho acuerdo fue el resultado de una sistemática
negativa de Occidente a construir un acuerdo antifascista con la URSS: desde el
envío de Rudolf Hess a negociar un pacto antisoviético con los británicos hasta
la especulación yanqui respecto de la guerra en territorio soviético.
La
intervención decidida de Estados Unidos en la Guerra se produce recién cuando la URSS
podía derrotar por su cuenta a los nazis y, sólo por especulaciones
geopolíticas más cercanas a una nueva posguerra, los norteamericanos deciden abrir el Segundo Frente
oriental.
Un
último elemento clave en el análisis sobre la Guerra hay que centrarlo en el
carácter que éste proceso asumió desde sus inicios para la URSS y el movimiento
comunista mundial. No se trataba solamente de un conflicto interimperialista
más, sino de una verdadera estrategia de aniquilamiento humanitario desde uno
de los programas más reaccionarios de la historia. Este es el nudo de la II°
Guerra Mundial, que fue una guerra fascista contra la humanidad.
En
tal sentido, la definición soviética de la guerra como “Gran guerra patria” se
derivaba de la caracterización del conflicto como una Guerra antifascista de liberación nacional, abarcando no sólo el
territorio soviético sino el de Europa en su conjunto y el de numerosas
regiones de Asia (Indochina, Corea, China).
¿Normandía
o Stalingrado?
Los mitos de la
propaganda norteamericana sobre la URSS en la II° Guerra Mundial se sustentan
en dos premisas: 1) Que el rol militar de la URSS fue escasamente relevante en
la derrota del fascismo europeo; 2) Que la URSS era una copia oriental del
régimen nazi.
Para
la comunicación del Pentágono existe un eje clave sobre el cual revisar el
proceso histórico: la batalla de Normandía sería el verdadero punto de
inflexión de la Guerra.
Desmontar
estos mitos no reviste mayor problema para cualquier lector serio. Simplemente
buscando en las redes pueden encontrarse datos que confirman un ingreso
rezagado[4]
de EE.UU. en la guerra, ya avanzada la resistencia y contraofensiva soviética frente
al nazismo[5].
Para el momento en que se desarrolló la batalla de Normandía la Wehrmacht
llevaba un año cediendo terreno y sufriendo cientos de miles de bajas en el
frente soviético[6].
Asimismo,
el 70 % de todas las muertes de soldados alemanes en combate a lo largo de toda
la guerra se produjeron en el frente oriental, en contraste con el 15 % en el
occidental. Solo en Stalingrado, Kursk y en la Operación Bagration, las bajas
mortales soviéticas superan el total de muertes militares y civiles
angloamericanas de toda la guerra. 3,5 millones fueron ejecutados siendo
prisioneros de guerra en manos de las tropas alemanas de la Wehrmacht.
Para
que se dimensione el fin clave de la Guerra, basta decir que durante la Operación Barbarroja (iniciada con la
invasión nazi el 22/6/1941), Alemania destinó 5,5 millones de soldados en un
frente que va desde el Báltico hasta el Cáucaso (
¿Minimiza
esta información los errores y deformaciones indefendibles que se dieron
durante la Guerra por parte de la URSS? En ningún párrafo puede encontrarse
algo semejante. Sin embargo, entendemos que es absolutamente insostenible con
un mínimo de seriedad y sentido humanitario atribuirle al pueblo soviético
–victima bajo todo punto de vista de la Guerra– el papel que la geopolítica actual
insiste en otorgarle.
Es
nuestra obligación intelectual y moral enfrentar la barbarie, también en este
plano, porque como escribiese Julius Fucik, “Cuando la lucha es a muerte;/ el fiel resiste;/ el
indeciso renuncia;/ el cobarde traiciona…,/ el burgués se desespera,/ y el
héroe combate”.
[1] Serge Halimi, “Tener la historia de
nuestro lado”, en: El Atlas Histórico de
Le Monde Diplomatique, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2011.
[2] En 1938, Francia
y Reino Unido firmaron un pacto con Alemania que le permitía anexionarse casi
el 30 % del territorio checoslovaco sin oposición armada por parte de otros
estados europeos. Meses después, Francia y Alemania firmaron un pacto de no
agresión, que borraba el de asistencia mutua que habían suscrito Moscú y París
tres años antes para frenar el expansionismo nazi. En agosto de 1939, franceses
y británicos rechazaron una propuesta de triple alianza ofrecida por los
soviéticos para contener a Hitler.
[3] Firmado el 23 de agosto de 1939 en
Moscú.
[4] En primeros 6 meses de participación, EE.UU. destinó
el triple de soldados a su enfrentamiento contra Japón en el Pacífico que los
que destinó a socorrer al Reino Unido o liberar a Francia o Italia.
[5] Cuando equilibró su presencia militar entre el
Pacífico y Europa (1942), la URSS llevaba un año completo sufriendo la invasión
nazi, que había llegado a las puertas de Moscú, sin poder conquistarla tras
cuatro meses de combates. Leningrado ya llevaba nueve meses asediada y
bombardeada. Cuando se produjo el Desembarco de Normandía, la batalla de
Stalingrado, la primera gran derrota nazi, ya tenía más de un año concluida. Y
la de Kursk, estaba cerca de cumplirlo.
[6] En Normandía 91 divisiones aliadas occidentales se
enfrentaban a 65 divisiones alemanas en un frente de
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