Walter Benjamin, marxista y cabalista



por Horacio González.

Hablando de Walter Benjamin, puede venir a la memoria el nombre de Oscar Masotta. Un Masotta de 1960, un poco más antiguo que el que ahora es habitual. En su conferencia sobre Roberto Arlt, decía Masotta que la izquierda debía aprender a tomar, con provecho, ciertos temas de “los escritores de la derecha”. Indicaba uno de esos temas: el tema del destino. No empleaba el concepto apropiación, con sabor a los años´70. Usaba el verbo “arrancar”, arrancarle a la literatura de las derechas una idea que sin duda le pertenecía. Pero el vigor con que se llamaba a esa sustracción señalaba que la izquierda debía recomponer con urgencia sus teorías del conocimiento. No debía privarse de latrocinios, de expropiaciones.

Hacía mucho tiempo que Lukács se había arrepentido de un acto semejante. Porque pensando en una ética de la izquierda más dúctil, Lukács también había tomado conceptos del mundo romántico, conservador o aristocrático. No desdeñó la idea de tragedia. El “masottiano” concepto de destino podía así anticiparse también en el filósofo húngaro. A ésta empresa, Lukács mismo se encargó de desautorizarla, en uno de sus conocidos balances personales.

Sin embargo, aquel Lukács, este Masotta, no estaban muy lejos de cierta línea de interrogaciones que se desprendían de la redacción, por Marx, de las Tesis sobre Feuerbach: ¿qué hacemos con el idealismo y sus tradiciones activistas, que no sea apenas escarnecerlo? ¿sabremos ver que una condena ciega a esa tradición puede no saber evitar una condena “al lado activo del conocimiento”?

¡El concepto de destino! Si era para convulsionar los aposentos teóricos de la izquierda, nada más adecuado que mencionar esa idea tan “aguafiestas”. Cuando el orden ético del sujeto social de izquierda estaba bien configurado, el aguafiestas viene y dice: ahora introduzca usted un concepto antagónico, el que más impropio le parezca. Introduzca ese Otro, pero siga perteneciendo a su identidad ética. ¿Se siente incómodo un hombre partido? No, es así que su ética se ha fortalecido. Si es que nos entendemos: gracias a que usted supo exponer a un desafío limítrofe su propia coherencia teórica, quedó demostrado que poseía una ética.

De esos “hombres de dos mundos” hay muchos. Quieren argumentar y vivir dulcemente la vida de las teorías, pero se dan cuenta de que pensar es situarse en un torbellino que mutila el mundo social del trabajo del orden pulsional donde encontramos los enigmas de la vida. Pensar, entonces, sería preguntarse por el remoto origen de esa mutilación infinita, que nunca cauteriza.

Así lo hizo Walter Benjamin, hombre de dos mundos, marxista y cabalista. Investigador de destinos y detective del fetiche de la mercancía. Materialista dialéctico y teólogo de la “ruptura de los vasos”, teórico de la reproducción técnica del arte y de la salvación mesiánica. Como el surrealismo, al que juzga como un vasto intento de recuperar “las fuerzas del éxtasis para la revolución”, Benjamin quiso recuperar para el Marx de El capital, el Baudelaire de Las flores del mal, y para el Manifiesto comunista, la Torá.

Un hombre así debía ser brillante, y lo fue, y no podía ser feliz. Su amigo Bertolt Brecht lo tiraba de un lado. Su amigo Gerd Scholem lo tiraba del otro. De esos dos tironeos sale su obra, salen sus amores, y si de allí no sale también su suicidio en 1940 es porque la ocupación de Francia y su intento de ocupar la frontera española eran hechos de clausura histórica tan notorios como la elegida propensión a estetizar su propia muerte.

En 1935 se equivoca al escribir su ensayo más conocido, el espléndido La obra de arte en la época de la reproducción técnica, que hoy tiene la incómoda virtud de haberse constituido en un manifiesto de los estudiantes de comunicación social de todo el mundo, una suerte de anti-Adorno. Se equivoca no en relación a su tesis central de la “desaparición del aura”, esa alucinada aparición única de la obra artística que el mundo moderno extingue (las tesis sobre el aura, el halo sagrado de la obra, merecieron muchas reflexiones, pero ninguna tan acertada como la de Habermas, autor de un meditado balance sobre Benjamin, que supera en agudeza al que realizaron, en tonos sentimentales bien diversos, Theodor Adorno, Hannah Arendt y Susan Sontag. Dice Habermas: que si por un lado, la “extinción del aura” empobrece las experiencias del mundo y los contenidos de la vida, por otro lado, gracias a eso, se pueden ampliar las experiencias de libertad. Entre la iluminación religiosa y la iluminación profana, ve Jürgen Habermas, desgarrado, a Walter Benjamin.

Pero se equivocaba Benjamin, decimos nosotros, porque en ese escrito del ´35 –en la plenitud ascensional del nazismo– decide, en contra de sus propios atrevimientos, elaborar teorías que contengan “conceptos inútiles” para el fascismo. Teorías que no puedan ser pensadas por el fascismo, conceptos que no puedan ser reapropiados o, como se diría hoy, reciclados. Más allá de la ingenuidad de suponer que un concepto como el de aura, vivamente ligado a la religiosidad de las cosas, podría no llamar la atención al olfato trascendentalista del fascismo, Benjamin no llega a percibir que si declaro una zona ciega en mi propio terreno, no apta para que mis enemigos la vean, también yo me privo de pensar sobre esa incesante afinidad que las cosas más diversas, secretamente, buscan entre sí.

Precisamente, Benjamin siempre había insistido en esas afinidades. Había elegido pensar sobre la base de “acuerdos secretos” o “pasajes”: un mundo de semejanzas fisionómicas entre cosas que parecen esquivar sus equivalencias, pero cuyas huellas misteriosas, inspiradamente interpretadas por el viandante distraído, nos llevan a descubrir el origen único del lenguaje, el sentido primordial de los nombres. Con el Concepto de historia –su último trabajo, escrito en París en 1940– busca una respuesta contra el historicismo banal, incapaz de ver el tiempo como un documento de ruptura. Para Benjamin la historia es una sucesión de presentes que quieren hallar su enigmática afinidad con el pasado. Por eso, contra ese historicismo del “vencedor cultural”, que concibe la historia como un “tiempo homogéneo” a ser llenado por la razón conquistadora, opone Benjamin un materialismo dialéctico que, a pesar de ser así llamado, nos coloca más propiamente frente a su dialéctica surrealista. Es aquella que Adorno consideró un “pensamiento en acertijo”, una dialéctica de extrapolaciones fantásticas entre objetos y situaciones reducidos a miniaturas.

Ese materialismo dialéctico era una percepción del pasado bajo el rostro del éxtasis y una percepción del futuro bajo el rostro de la redención. Desde luego, esta dialéctica surrealista que considera el tiempo como instantes plenos de actualidad donde se filtran “astillas mesiánicas” combatía especialmente la idea de progreso técnico y social que Benjamin percibía con singular encono en la socialdemocracia alemana. Aceptando las tesis que consideraban a los socialdemócratas alemanes como involuntarios partiquinos del fascismo, Benjamin hacía estallar la linealidad de la historia en beneficio de un sentimiento del tiempo como ruina. La acumulación de ruinas en una historia conduce a la catástrofe o a la redención. En ambos casos, interesa menos aquel notorio error político de Benjamin que la idea notable de una historia permanentemente quebradiza, instantánea, que busca redimirse a través del encuentro de “soplos de aire que fueron respirados antes”. He allí una teoría de la experiencia histórica inspirada en la capacidad ilimitada de cada presente, para incorporar las primicias de la técnica, de las utopías, del pasado olvidado y de todo lo que alguna vez ocurrió “a contrapelo”.

¿Por qué entonces planificar un espacio “muerto” en sus propias teorías, con el argumento discutible de que así las protegía del fascismo? Está visto que un combate político no consiste en sustraer o velar conceptos, sino inclusive en repensar o reutilizar todos los conceptos disponibles en una época, especialmente los que surgen desde mundos teóricos incompatibles o adversos. La idea fundamental de Benjamin, y por la cual su atractivo no decrece, es que a partir de cualquier huella puede desovillarse toda la magnitud del lenguaje y de la vida. Pero principalmente interesa hoy su visión de la realidad escindida entre una revolución técnica y el llamado a redimir la vida.

Sugerir que el “materialismo dialéctico” debía pensar simultáneamente ambos acontecimientos fue la revulsiva y fugaz intervención de Benjamin en el debate contemporáneo. Era un surrealismo dialéctico, un pensar como acto fantástico y productivo. Una apuesta a que las teorías recobren su vitalidad robando de otros lo que supuestamente debían repudiar. En esta estética de asaltantes filosóficos encontramos a un Walter Benjamin reivindicado por el movimiento estudiantil del ´68 y que si aún perdura entre nosotros es porque la historia política argentina tiene aquellas mismas quebraduras masottianas, esas esperas intranquilas, saltos de tigre que parece no posar nunca.

 

(Artículo digitalizado del Suplemento “Las palabras y las cosas”, del diarios Sur, Buenos Aires, 10 de diciembre de 1989, página 8).


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