La AIAPE y la consolidación de una sensibilidad antifascista (II)
por
Adriana Petra.
Para
los intelectuales comunistas el antifascismo supuso el desafío de abandonar la
estrechez política y cultural que los caracterizaba en pos de construir un
movimiento más amplio e inclusivo. En el VII Congreso Mundial de la Comintern
celebrado en Moscú en agosto de 1935, por boca del dirigente búlgaro Georgi
Dimitrov se canceló el período de “clase contra clase” para promover la
construcción de un bloque antifascista internacional mediante la formación de
Frentes Únicos y Populares en cada país.169 El comunismo argentino adoptará
esta nueva táctica en su III Conferencia Nacional, realizada en Avellaneda en
octubre de 1935, reunión en la que se ensayaron las obligadas autocríticas al
“sectarismo” del período anterior, entre ellos la caracterización de los socialistas
como “socialfacistas”, la del gobierno de Yrigoyen como un ensayo fascista y la
del propio presidente radical como el primero de una larga saga de
encarnaciones criollas del fascismo que atravesará la siguiente década hasta
posesionarse en la figura de Juan Domingo Perón. En este nuevo panorama abierto
con el cambio de táctica, el endurecimiento de la represión estatal y la
internacionalización del combate antifascista a partir la declaración de la
Guerra Civil en España, la cultura y con ella la figura del intelectual
adquirieron funciones que habían estado ausentes en el período anterior: el
intelectual deja de ser la punta de lanza de un nueva cultura revolucionaria
bajo el ejemplo soviético para asumir el rol de defensor de las tradiciones culturales
occidentales amenazadas por las fuerzas de la regresión fascista.
En
efecto, una de las lecturas más extendida acerca del fenómeno fascista fue la
que lo consideró un enemigo de la cultura y la civilización, una regresión a la
barbarie y el atraso, lo opuesto al progreso y la razón. El franquismo, con
toda su carga de clericalismo, su prédica antimoderna y su inveterado
anticomunismo, abonó sin dificultades esta idea en los inicios mismos del ciclo
antifascista argentino, lo que además quedó refrendado por la entusiasta
adhesión que suscitó en la mayor parte del catolicismo vernáculo el
levantamiento contra la República española, al que no pocos intelectuales y
autoridades católicas consideraron como una guerra santa. En tanto, los
sectores liberales –incluyendo las clases dirigentes y las fuerzas del orden—
se identificaron con la causa de la República advirtiendo que la ideología de
los alzados era celebrada por los mismos que a partir del golpe de 1930
aspiraban a una restauración de signo confesional más vigorosa que la del
período anterior a las leyes laicas. “La contienda española, afirma Halperín
Donghi, logró hacer revivir por un instante la moribunda llama de la tradición
liberal argentina”[1].
El golpe de 1930 y el avance sobre los espacios estatales de una derecha
católica y nacionalista dieron el anclaje local a la cruzada mundial por la
libertad y la cultura que fueron los pilares del antifascismo.
Así,
si el golpe de estado de Uriburu se consideró para la mayoría de los
intelectuales democráticos como una forma de reacción de las viejas elites
dirigentes argentinas, ante los efectos de la democratización que supuso el
gobierno de Yrigoyen, para 1935 la política restrictiva del gobierno de Justo
era considerada como una característica constitutiva del “fenómeno universal
fascista, que resulta de una gestación paulatina en el seno de la reacción
antiimperialista”. Es decir, más allá de la presencia o no de un peligro
fascista en Argentina, gran parte de los intelectuales consideró hacia mediados
de los años 30 que el sistema político se encaminaba hacia una organización
corporativa[2].
Si
bien la AIAPE se declaró desde un principio una agrupación de trabajadores
intelectuales independiente de los partidos políticos y con la única misión de
defender la cultura nacional de los embates del fascismo, la estrecha relación
que mantenía con el PCA moduló toda su existencia y no dejó de representar un
límite para los intentos de unidad política y colaboración intelectual. Los
vaivenes de la política exterior soviética, en especial el Pacto de No Agresión
celebrado por Alemania y la URSS en 1939, supuso un impedimento crucial para
conservar la cohesión de aquel espacio de oposición, que desde entonces trocará
las ocasionales diferencias personales en una división definitiva en dos
bloques enfrentados[3].
No faltaron tampoco las tensiones en términos estrictamente culturales, toda
vez que el partido no se privó de requerir, a pesar de los llamados a la unidad
y la defensa del pluralismo, que los intelectuales adoptaran una actitud
militante que, era deseable, involucrara su propia obra. Sin embargo, como
analizaremos en el próximo capítulo, habrá que esperar a los años de la Guerra
Fría para que el realismo socialista, doctrina estética oficial en la URSS
desde 1934, buscara imponerse en términos de disciplina partidaria. Entre
tanto, las apelaciones a la obra comprometida serán más un asunto de
intelectuales discutiendo, nuevamente, sobre el lugar de la política en la
materia de la creación estética que una política partidaria.
El
momento antifascista fue, además, el telón de fondo para los primeros esbozos
sobre la historia nacional que realizó el comunismo argentino por la mano de
sus entonces relativamente escasos intelectuales, tarea en la que destacó el
grupo de historiadores reunidos en torno a Rodolfo Puiggrós (1906-1980)[4]. Esto les permitió a los
comunistas forjarse una visión más o menos sistemática del pasado nacional y,
al mismo tiempo, establecer una genealogía compartida con otras fuerzas
políticas en el común rechazo al nacionalismo, que por entonces comenzaba a
elaborar una lectura alternativa de la historia que recibirá el nombre de
“revisionismo histórico”. La identificación entre fascismo y revisionismo se
convirtió en un tópico habitual de la prédica antifascista, que no tardó en
considerar la alteración del panteón patrio establecido por el canon histórico
liberal-democrático como una maniobra de penetración nazi destinada a mancillar
la nacionalidad reivindicando lo peor de su historia, es decir, a Juan Manuel
de Rosas y los caudillos. Rosismo y “totalitarismo” pasarán a conformar un
binomio inescindible del discurso antifascista sobre el pasado nacional cuya
operatividad política inmediata resultará reforzada con la llegada al poder de
Juan Domingo Perón. La estabilización de ciertas interpretaciones sobre el
pasado argentino que no sin matices transformaron la reivindicación y defensa
de la herencia liberal y sus próceres en el punto de partida para la promesa
revolucionaria futura fue un aspecto central y perdurable del período
antifascista del comunismo local. En un clima marcado por el fraude y la
vigencia formal de las instituciones democráticas, la recuperación de la
tradición liberal fue un pilar de la lucha contra el fascismo y lo que se consideraba
sus sucesivas encarnaciones criollas. El comunismo, que para ese momento
carecía de una tradición local capaz de reivindicar como propia, forjó al calor
de la prédica antifascista una visión de ese pasado que será decisiva y longeva
en su historia posterior[5].
El
nuevo clima político iniciado con el peronismo debilitó la apelación
antifascista hasta convertirla en una herramienta política destinada a
languidecer. La Unión Democrática, último acto de un proceso de construcción
política ideado en el clima del fraude y la dictadura, puede considerarse su
cenit y el inicio de su irremediable ocaso[6]. Sin embargo, a pesar de
la pérdida de su eficacia política, el antifascismo siguió operando como una
“cultura” durante todo el período peronista e incluso más allá. Esta
“manifestación residual” del antifascismo será particularmente evidente en el
caso de los intelectuales, tal vez porque fue en el terreno de la cultura,
mucho más que en el de la política, donde el antifascismo logró constituir un
espacio dotado de recursos simbólicos y materiales cuya perdurabilidad debe
medirse menos por la coyuntura política que por las lógicas propias del
compromiso y la vida intelectual. Como ha demostrado Ricardo Pasolini, el
antifascismo se convirtió en un elemento central de la identidad de los
intelectuales comunistas y en buena medida determinó la visión que estos
tuvieron sobre la política, la cultura y el pasado argentino al menos hasta
entrados los años ‘60. En palabras de este autor, esta “cultura antifascista”,
desde sus inicios a mediados de la década del ‘30, estuvo conformada por una
sensibilidad articulada en torno a un clima de opinión y a un conjunto más o
menos estable de ideas-fuerza sobre la experiencia política argentina, su
pasado y su porvenir, y una sociabilidad organizada a partir de una densa trama
de relaciones personales e institucionales posibilitada por la estructura de
centros culturales, ateneos y bibliotecas cuya inspiración y eje articulador
fue la AIAPE. El análisis de esta compleja trama de vínculos personales e
intelectuales se revela particularmente productivo para comprender el espacio
cultural comunista en relación a una de sus funciones menos estudiadas pero no
menos significativa: la de ser una fuente de oportunidades culturales para
“intelectuales nuevos”, sean estos entendidos como personajes marginales de la
vida cultural que encuentran en el comunismo una ocasión para insertarse
laboralmente y hacerse visibles intelectualmente; como escritores y artistas
ubicados en la periferia cultural respecto al centro porteño que encuentran en
la militancia cultural comunista un modo de achicar la brecha de la histórica
desigualdad entre la metrópolis y las provincias; como, por último,
profesionales que, sin abandonar su tarea en un campo específico, asumen
funciones en el periodismo de opinión o en áreas de vacancia disciplinar,
particularmente la historia[7].
La
AIAPE resultó un fracaso político, pues hasta su clausura en 1943 no logró
concretar el ansiado frente popular que bajo las efigies de José Hernández y
Romain Rolland 250000 personas habían alentado por las calles porteñas en 1936.
Sin embargo, para el espacio cultural comunista su significación histórica fue
fundamental, al punto que el antifascismo de entreguerra movilizó una serie de
afectividades ideológicas, organizaciones políticas y prácticas de sociabilidad
que condujeron a la construcción de una “identidad comunista y a definir gran parte
de su cultura política”[8].
(Fragmentos del trabajo de doctorado Intelectuales comunistas en la Argentina (1945-1963), La Plata,
Universidad Nacional de La Plata, 2013, pp. 97-102)
[1]
Tulio
Halperin Donghi,
El espejo de la historia,
Buenos Aires, Sudamericana, 1987.
[2]
Ricardo Pasolini, “La
cultura antifascista y los “intelectuales nuevos” en la década de 1930: el
Ateneo de cultura popular de Tandil”. Recuperado
de Historia Política
http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/Pasolini%201.pdf .2007 (acceso
el 11/12/2012).
[3]
Sobre las
repercusiones del Pacto germano-soviético en el mundo político argentino
consultar Andrés Bisso, “La
comunidad antifascita argentina dividida (1939-1940). Los partidos políticos y
los diferentes grupos locales ante el Pacto de no agresión entre Hitler y
Stalin”, en: Reflejos N° 9, S/D,
2000-2001, pp. 88-99.
[4]
Nacido en 1906 en
el seno de una familia de inmigrantes que experimentará la aventura del ascenso
hasta convertirse en una típica familia burguesa, Puiggrós se formó como pupilo
en colegios católicos hasta que ingresó a la Facultad de Ciencias Económicas de
la Universidad de Buenos Aires, con el fallido objetivo de obtener un título de
economista. Todavía cercano a las simpatías anarquistas que marcaron su primera
juventud, cuando se instala en Rosario mantiene contacto con importantes
escritores libertarios como Diego Abad de Santillán y Gastón Leval, al mismo
tiempo que se enrola como intelectual orgánico de la Federación Agraria
Argentina. Sin embargo, la iniciativa más importante de Puiggrós en este
período es Brújula. Revista mensual, independiente de arte e
ideas, que edita 14 números entre 1930 y 1931 y cuya dirección comparte con
Víctor Luis Molinari y Miguel Llinás Vilanova. Aunque la revista tenía la mayor
parte de sus páginas dedicadas a la literatura, el teatro, el cine e incluso la
arquitectura, la línea editorial se articuló alrededor de los artículos sobre
política que Puiggrós firmaba bajo el seudónimo Roberto del Plata. Con el
acento puesto en los tópicos latinoamericanistas y antiimperialistas que
marcarán su obra posterior y bajo la presunción de que “los hombres de campo”
constituían el baluarte y la razón de lo nacional, Puiggrós apelaba a sus
conocimientos del marxismo para dejar paso al entusiasmo y demostrar ciertos
reparos sobre el desarrollo de la URSS, rechazando los análisis miméticos y
deslumbrados que circulaban entre sus contemporáneos. Una vez afiliado, el Partido
le reconocerá esa mayor formación poniéndolo al frente de sus cursos de
formación teórica y constituyéndolo luego en el más importante historiador del
comunismo argentino hasta su expulsión en 1946. En el análisis de Puiggrós, la
lección que debía extraerse de la Rusia soviética residía en la importancia que
allí se le asignaba al Estado como regulador del proceso económico y
canalizador de las demandas y necesidades obreras. Esta concepción estatalista
de la nación, así como la admisión de que el caudillismo había constituido un
fenómeno que no podía ser desechado sin considerar el punto de autenticidad que
lo ligaba a la historia de los pueblos americanos, serán elementos que
permanecerán en el universo de reflexión de Puiggrós como intelectual
comunista, seguramente el más rutilante y reconocido dentro y fuera del partido
hasta la década del ‘40. La expulsión del Puiggrós tuvo efectos gravosos para
el espacio intelectual comunista, que se quedó sin una figura intelectual de
peso para presentar en el debate público y sin un articulador de su visión del
pasado argentino, puesto que hacia fines de la década del ‘40 comenzó a ocupar
Héctor P. Agosti. Cfr. Omar Acha, La nación futura. Rodolfo Puiggrós en las
encrucijadas argentinas del siglo XX, Buenos Aires, Eudeba, 2006. Para un
análisis de la revista Argumentos y
el trabajo historiográfico de Puiggrós ver Jorge
Myers, “Rodolfo Puiggrós, historiador marxista-leninista: el momento de
Argumentos”, en: Prismas N° 6, 2002, pp.
217-230.
[5]
Cfr. Alejandro Cattaruzza, “Visiones del
pasado y tradiciones nacionales en el Partido Comunista Argentino (ca. 1925-1950)”,
en: A Contracorriente , N° 5 (1), 2007,
pp. 169-195 y Adriana Petra, “Cosmopolitismo
y nación. Los intelectuales comunistas argentinos en tiempos de la Guerra Fría
(1947-1956)”, en: Contemporánea. Historia
y Problemas del siglo XX, I N° 1, 2010, pp. 51-74.
[6]
Andrés Bisso, El antifascismo argentino, Buenos Aires,
CeDInCI/Buenos Libros, 2007, p. 47.
[7]
Ricardo Pasolini, “El nacimiento de una
sensibilidad política. Cultura antifascista, comunismo y nación en la
Argentina: entre la AIAPE y el Congreso Argentino de Cultural, 1935-1955”, en: Desarrollo Económico N° 45 (179), 2005,
pp. 403-433.
[8] Ricardo Pasolini, “La cultura antifascista y los “intelectuales nuevos” en la década de 1930: el Ateneo de cultura popular de Tandil”. Recuperado de Historia Política http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/Pasolini%201.pdf .2007 (acceso el 11/12/2012).
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