Actualidad de una ausencia
por Pablo Leoncini.
Moldear en
palabras el ímpetu de una cultura supone pensar la realización de su memoria en
términos históricos. Reconstruir la densidad y los problemas de una época
implica hilvanar los relatos y fragmentos que enuncian la orgullosa y trágica
persistencia de las ideas de igualdad y libertad.
Escribir
sobre una cultura, es producir la literatura que recrea una identidad –captada
en su dialéctica constante– y condensarla como testimonio que sobrevive a los
destinos personales, rehaciéndose en el desafío de hablar colectivamente de lo
silenciado.
Una característica de las sociedades contemporáneas es que, para
conservarse, necesitan ocultar, deformar o disimular los resortes y las
condiciones históricas que las hacen posible. Suprimir la historicidad es
funcional al bloqueo de toda comprensión crítica de la realidad y ahoga el
conocimiento de alternativas que desafían el rumbo del presente.
Eric Hobsbawm ya alertaba que, a través de la destrucción de los
mecanismos sociales que vinculan la experiencia humana contemporánea con la
experiencia de generaciones anteriores, el pasado terminaría resultándonos una
especie de “país extraño”.
Toda historia actúa eficazmente a través de sus representaciones
presentes. Ello supone una reescritura en la que se recupera el pasado a partir
de los problemas contemporáneos. Es nuestro presente el que establece las
aspiraciones de reconstrucción de una temporalidad que trasluzca una
determinada idea del mundo y de sus formas.
En los últimos 30 años, se consolidó un programa de reordenamiento cultural de las sociedades –hegemonía
neoconservadora mediante– que masifica un
doble proceso: por un lado, una visión del siglo XX como un tiempo centrado
exclusivamente en las guerras, los totalitarismos y los genocidios. Y por otro,
un “presentismo” que moldea un mundo cuyo metabolismo sería incomprensible y su
transformación una utopía irrealizable.
Las políticas predominantes de memoria histórica quedaron sometidas a
una cosificación de las experiencias pasadas a partir de criterios de
rentabilidad, cobertura de los grandes medios de comunicación, adaptación al
gusto hegemónico y a lo “políticamente correcto”.
Una pieza central de esta antropología cultural neoconservadora es
destruir la conciencia de que el ser humano es productor y producto de la
realidad.
De que el ser humano se construye y se transforma a sí mismo a través del
tiempo y, de este modo, crea un mundo humanizado. Al producir, se mueve entre
dos polos: creación y enajenación, y solo puede elegir dónde se ubica entre
estos extremos mediante una conciencia histórica que se materialice en una
praxis de la libertad o que, al no desarrollarse, reproduzca una praxis de la
opresión.
Como parte de su estrategia, las élites dominantes lograron
–paradójicamente en una época de extraordinarios cambios y avances
científico-técnológicos– que buena parte de la sociedad renuncie a un
conocimiento capaz de articular, dialécticamente, el pasado y el presente, lo
nacional y lo mundial, lo científico y lo artístico, lo político y lo económico,
lo superficial y lo estructural[2]. En otras palabras, consiguieron que millones de personas desistan de
hacer inteligible la naturaleza y el mundo social (profundamente desigual) que
protagonizan[3].
II
“No hay consuelo más hábil que
el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas” (Jorge Luis Borges)[4]
El proceso
que finalizó el siglo XX y marca el comienzo del siglo XXI podría sintetizarse
en la consigna de “invisibilizar al comunismo”. La
microscópica estrategia[5] construida en su contra fue la de hacer, de esta tradición cultural
de la política, una zona ignorada por la sociedad. El resultado es su ausencia casi
absoluta en la memoria de las mayorías.
En
un contexto de crisis[6] en su
acepción histórica, se destruyeron las
herramientas que hacen comprensible la tradición comunista, deformando casi
hasta el ridículo sus prácticas y experiencias. Las corrientes políticas hegemónicas
–de derecha e izquierda– hacen del comunismo un fantasma incapaz de intervenir
en el presente.
Invisibilizar el comunismo implica anular la experiencia histórica de
un tipo de sociedad alternativa al mundo actual. La experiencia de la tradición
comunista se convirtió en una memoria
invisibilizada desde el fin de la Guerra Fría.
El conocimiento público del comunismo es el que diseñaron los
ideólogos reaccionarios e, inclusive, no pocos fascistas.
La invisibilización es internacional por su contenido, aunque nacional
por su forma, pero esto no la fragmenta, sino que, por el contrario, la
potencia. Un ejemplo impactante de este fenómeno, es el modo en que los
trabajos historiográficos predominantes ocultan y niegan el papel jugado por
los comunistas en la resistencia dentro de los campos de exterminio de
Auschwitz y Buchenwadl. En una perspectiva similar se encuadra la falacia sobre
la actitud de los comunistas argentinos durante el Terrorismo de Estado[7].
¿Cómo se construyó esta experiencia ideológica en la sociedad?
Responder a esto significa recuperar, como problema cultural, la crisis del comunismo, temática sobre la
que se construyeron –y se reproducen como verdaderas– narraciones ficcionadas
con pretensión de veracidad.
Negar que, desde el fin del siglo XX, el comunismo entrara en crisis
como experiencia histórica de transición poscapitalista sería tan grotesco como
funcional a su invisibilización. Del mismo modo, sería infantil no considerar
la tendencia de crisis y descomposición de los partidos del movimiento
comunista internacional. Sin embargo, la hegemonía del análisis de esta crisis
la desarrollan los vencedores de la Guerra Fría, que legitiman la más
reaccionaria historiografía anticomunista sobre esta tradición: desde Francois
Furet hasta Richard Pipes, pasando por Stephane Courtois, por mencionar algunos
de los más “célebres” con residencia en los centros culturales de Occidente.
El
anticomunismo es tan antiguo como el comunismo. El viejo orden feudal en transición
al nuevo orden burgués, ya reprimía al comunismo cuando éste todavía no había
cristalizado en partido y programa a comienzos del siglo XIX. Con el desarrollo
del siglo XX esta política se reforzó hasta niveles de barbarie extremos.
¿Qué alimenta
el anticomunismo? Destacamos tres ejes:
a) La
operación reaccionaria de establecer como equivalente, ahistóricamente, nazismo
y comunismo (incluso, comunismo con estalinismo), producto del Libro negro del comunismo (1997). El eje
está en ridiculizar o borrar el papel de la URSS y el comunismo internacional en
la derrota del fascismo. Esta operación se muestra en los museos de Europa
oriental centrados en graficar la “violencia” del régimen comunista y borrar o
disminuir el genocidio fascista. Del mismo modo funcionan las reiteradas
maniobras sobre el papel del Partido Comunista de Argentina durante el Terrorismo
de Estado.
b) El
predominio de ideologías surgidas de las transiciones hacia la modernización burguesa,
central o periférica (nacionalismo, liberalismo, populismo) como paradigma político
cultural. Esto imposibilita una comprensión de conjunto, dialéctica e
histórica, sobre la lógica de desarrollo de las sociedades contemporáneas
c) La
museización del comunismo, que lo reduce a una reliquia u objeto de estudio –en
el mejor de los casos– del pasado. Un fenómeno académico, pero no una idea de
alternativa de sociedad. También se suman las acciones de ridiculización o
descontextualización de la militancia comunista y sus expresiones culturales.
Advirtió trágica y lúcidamente Walter Benjamin que “Sólo aquel historiador que esté firmemente
convencido de que hasta los muertos no estarán a salvo si el enemigo gana, tendrán
el don de alimentar la chispa de esperanza en el pueblo”.
La voz de los vencidos fue silenciada y la memoria histórica de la
tradición comunista está en peligro de extinción desde entonces. ¿Resiste
todavía? Muchos de sus protagonistas trabajan en tiempo presente para superar
el estado de cosas. Pero lo real es que su tendencia al ocaso pareciera no
poder detenerse, especialmente en nuestro país.
Hacer visible
ese entramado de experiencias e historias implica una dimensión programática.
Es decir, supone una perspectiva compleja que posibilite comprender el modo en
que la derrota del comunismo operó en la estructuración del presente.
Una tradición
cultural construye funciones de cohesión simbólica en sociedades conflictivas
y, con sus ideas, valores y propuestas, legitima espacios colectivos. Una tradición cultural no es una esencia
sino una historia y, por lo tanto, su desarticulación implica una serie de
problemas intelectuales que devienen cuestión política contemporánea.
La historia
siempre es una forma de responder a nuestro presente.
El reciente contexto electoral de Argentina, con la emergencia de una
alternativa de extrema derecha encubierta con ropajes “liberales”, actualiza
como pocas veces la estrategia anticomunista desarrollada en las últimas
décadas.
Lejos de expresar una posibilidad cierta, la llamada “amenaza del
comunismo” no es más que una decidida postura reaccionaria. Consiste, por un
lado, en negar el más mínimo reformismo que permita que el Estado regule de
manera efectiva la dinámica de acumulación del capital y, por otro, en
profundizar la invisibilización del comunismo para las nuevas generaciones.
¿Por qué? La importancia del comunismo como partido fue la de intentar
construir un programa y una organización que materializara una voluntad de
Estado reformador de la sociedad, en un sentido de superación del entramado
tejido por el capital y el trabajo asalariado. De aquí se nutre el discurso
anticomunista.
Frente a esta situación, se corre el riesgo de caer en un radicalismo
retrospectivo que solo critica el presente como modo de intentar restituir un
pasado imposible.
Estas líneas parecen encuadrarse, más bien, como una apuesta casi marginal para construir un horizonte donde se abrace aquella belleza que todavía no ha llegado al mundo.
[1]
José Saramago, Ensayo sobre ceguera, Buenos Aires, Punto
de Lectura, 2008, p. 214.
[2] Para
profundizar el análisis sobre el quiebre de una perspectiva dialéctica y
totalizante de la realidad social, vale la pena leer los trabajos de Néstor Kohan, Desafíos actuales de la teoría
crítica frente al posmodernismo, www.lahaine.org, 26/07/2007
y de Pablo Rieznik, “Engels,
Ciencia y Socialismo”, revista: En
Defensa del Marxismo Nº 8, Buenos Aires, septiembre 1995.
[3]
Más allá de las
estadísticas de titulación formal esgrimidas por el Estado, los indicadores
sobre conocimiento expresan un avance descomunal del analfabetismo funcional,
como parte del agravamiento de la desigualdad social (ver: https://www.clarin.com/opinion/precarizacion-educativa_0_RGTNf0Wz-.html.)
A esto habría que agregar el avance significativo de contenidos profundamente
oscurantistas socializados desde diferentes instituciones de la cultura hegemónica
(ver:
http://enfoco.ffyb.uba.ar/content/antivacunas-terraplanistas-negacionistas%E2%80%A6-o-la-tiran%C3%ADa-de-la-falacia
[4]
Jorge Luis Borges, Deustche Réquiem, en: Obras completas, T. 1, Buenos Aires,
Sudamericana p. 877.
[5] Ver
Frances Stonor Saunders,
La CIA y la Guerra Fría cultural,
Madrid, Debate. 2001 y Nestor Kohan,
Hegemonía y cultura en tiempos “soft”,
La Habana, Ocean Sur, 2021
[6]
Producto de sus
deformaciones burocrático autoritarias en los Estados que gobernaba o de sus diversas
tensiones y complejos procesos en la casi totalidad de los partidos en que se
organizó políticamente.
[7]
Los comunistas
argentinos enfrentaron de manera activa el terrorismo de Estado desde, al
menos, 1974 y de un modo que no solo fue político sino, especialmente, desde la
organización. Ver AA.VV, Comunistas argentinos desparecidos, Buenos Aires, Ediciones del
PCA, 1982, disponible en: https://www.marxists.org/espanol/tematica/argentina/partido-comunista/1982-comunistas-desaparecidos.pdf.
Fotografía de Robert Robert Doisneau, "Rue Marcellin Berthelot, Choisy le Roi" (1945)
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