Actualidad de una ausencia


por Pablo Leoncini.

La ceguera es también esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza” (José Saramago)[1]

Moldear en palabras el ímpetu de una cultura supone pensar la realización de su memoria en términos históricos. Reconstruir la densidad y los problemas de una época implica hilvanar los relatos y fragmentos que enuncian la orgullosa y trágica persistencia de las ideas de igualdad y libertad.

Escribir sobre una cultura, es producir la literatura que recrea una identidad –captada en su dialéctica constante– y condensarla como testimonio que sobrevive a los destinos personales, rehaciéndose en el desafío de hablar colectivamente de lo silenciado.

Una característica de las sociedades contemporáneas es que, para conservarse, necesitan ocultar, deformar o disimular los resortes y las condiciones históricas que las hacen posible. Suprimir la historicidad es funcional al bloqueo de toda comprensión crítica de la realidad y ahoga el conocimiento de alternativas que desafían el rumbo del presente.

Eric Hobsbawm ya alertaba que, a través de la destrucción de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia humana contemporánea con la experiencia de generaciones anteriores, el pasado terminaría resultándonos una especie de “país extraño”.

Toda historia actúa eficazmente a través de sus representaciones presentes. Ello supone una reescritura en la que se recupera el pasado a partir de los problemas contemporáneos. Es nuestro presente el que establece las aspiraciones de reconstrucción de una temporalidad que trasluzca una determinada idea del mundo y de sus formas.

En los últimos 30 años, se consolidó un programa de reordenamiento cultural de las sociedades –hegemonía neoconservadora mediante– que masifica un doble proceso: por un lado, una visión del siglo XX como un tiempo centrado exclusivamente en las guerras, los totalitarismos y los genocidios. Y por otro, un “presentismo” que moldea un mundo cuyo metabolismo sería incomprensible y su transformación una utopía irrealizable.

Las políticas predominantes de memoria histórica quedaron sometidas a una cosificación de las experiencias pasadas a partir de criterios de rentabilidad, cobertura de los grandes medios de comunicación, adaptación al gusto hegemónico y a lo “políticamente correcto”.

Una pieza central de esta antropología cultural neoconservadora es destruir la conciencia de que el ser humano es productor y producto de la realidad. De que el ser humano se construye y se transforma a sí mismo a través del tiempo y, de este modo, crea un mundo humanizado. Al producir, se mueve entre dos polos: creación y enajenación, y solo puede elegir dónde se ubica entre estos extremos mediante una conciencia histórica que se materialice en una praxis de la libertad o que, al no desarrollarse, reproduzca una praxis de la opresión.

Como parte de su estrategia, las élites dominantes lograron –paradójicamente en una época de extraordinarios cambios y avances científico-técnológicos– que buena parte de la sociedad renuncie a un conocimiento capaz de articular, dialécticamente, el pasado y el presente, lo nacional y lo mundial, lo científico y lo artístico, lo político y lo económico, lo superficial y lo estructural[2]. En otras palabras, consiguieron que millones de personas desistan de hacer inteligible la naturaleza y el mundo social (profundamente desigual) que protagonizan[3].

 

II

No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas” (Jorge Luis Borges)[4]

El proceso que finalizó el siglo XX y marca el comienzo del siglo XXI podría sintetizarse en la consigna de “invisibilizar al comunismo”. La microscópica estrategia[5] construida en su contra fue la de hacer, de esta tradición cultural de la política, una zona ignorada por la sociedad. El resultado es su ausencia casi absoluta en la memoria de las mayorías.

En un contexto de crisis[6] en su acepción histórica, se destruyeron las herramientas que hacen comprensible la tradición comunista, deformando casi hasta el ridículo sus prácticas y experiencias. Las corrientes políticas hegemónicas –de derecha e izquierda– hacen del comunismo un fantasma incapaz de intervenir en el presente.

Invisibilizar el comunismo implica anular la experiencia histórica de un tipo de sociedad alternativa al mundo actual. La experiencia de la tradición comunista se convirtió en una memoria invisibilizada desde el fin de la Guerra Fría.

El conocimiento público del comunismo es el que diseñaron los ideólogos reaccionarios e, inclusive, no pocos fascistas.

La invisibilización es internacional por su contenido, aunque nacional por su forma, pero esto no la fragmenta, sino que, por el contrario, la potencia. Un ejemplo impactante de este fenómeno, es el modo en que los trabajos historiográficos predominantes ocultan y niegan el papel jugado por los comunistas en la resistencia dentro de los campos de exterminio de Auschwitz y Buchenwadl. En una perspectiva similar se encuadra la falacia sobre la actitud de los comunistas argentinos durante el Terrorismo de Estado[7].

¿Cómo se construyó esta experiencia ideológica en la sociedad? Responder a esto significa recuperar, como problema cultural, la crisis del comunismo, temática sobre la que se construyeron –y se reproducen como verdaderas– narraciones ficcionadas con pretensión de veracidad.

Negar que, desde el fin del siglo XX, el comunismo entrara en crisis como experiencia histórica de transición poscapitalista sería tan grotesco como funcional a su invisibilización. Del mismo modo, sería infantil no considerar la tendencia de crisis y descomposición de los partidos del movimiento comunista internacional. Sin embargo, la hegemonía del análisis de esta crisis la desarrollan los vencedores de la Guerra Fría, que legitiman la más reaccionaria historiografía anticomunista sobre esta tradición: desde Francois Furet hasta Richard Pipes, pasando por Stephane Courtois, por mencionar algunos de los más “célebres” con residencia en los centros culturales de Occidente.

El anticomunismo es tan antiguo como el comunismo. El viejo orden feudal en transición al nuevo orden burgués, ya reprimía al comunismo cuando éste todavía no había cristalizado en partido y programa a comienzos del siglo XIX. Con el desarrollo del siglo XX esta política se reforzó hasta niveles de barbarie extremos.

¿Qué alimenta el anticomunismo? Destacamos tres ejes:

a) La operación reaccionaria de establecer como equivalente, ahistóricamente, nazismo y comunismo (incluso, comunismo con estalinismo), producto del Libro negro del comunismo (1997). El eje está en ridiculizar o borrar el papel de la URSS y el comunismo internacional en la derrota del fascismo. Esta operación se muestra en los museos de Europa oriental centrados en graficar la “violencia” del régimen comunista y borrar o disminuir el genocidio fascista. Del mismo modo funcionan las reiteradas maniobras sobre el papel del Partido Comunista de Argentina durante el Terrorismo de Estado.

b) El predominio de ideologías surgidas de las transiciones hacia la modernización burguesa, central o periférica (nacionalismo, liberalismo, populismo) como paradigma político cultural. Esto imposibilita una comprensión de conjunto, dialéctica e histórica, sobre la lógica de desarrollo de las sociedades contemporáneas

c) La museización del comunismo, que lo reduce a una reliquia u objeto de estudio –en el mejor de los casos– del pasado. Un fenómeno académico, pero no una idea de alternativa de sociedad. También se suman las acciones de ridiculización o descontextualización de la militancia comunista y sus expresiones culturales.

Advirtió trágica y lúcidamente Walter Benjamin que “Sólo aquel historiador que esté firmemente convencido de que hasta los muertos no estarán a salvo si el enemigo gana, tendrán el don de alimentar la chispa de esperanza en el pueblo”.

La voz de los vencidos fue silenciada y la memoria histórica de la tradición comunista está en peligro de extinción desde entonces. ¿Resiste todavía? Muchos de sus protagonistas trabajan en tiempo presente para superar el estado de cosas. Pero lo real es que su tendencia al ocaso pareciera no poder detenerse, especialmente en nuestro país.

Hacer visible ese entramado de experiencias e historias implica una dimensión programática. Es decir, supone una perspectiva compleja que posibilite comprender el modo en que la derrota del comunismo operó en la estructuración del presente.

Una tradición cultural construye funciones de cohesión simbólica en sociedades conflictivas y, con sus ideas, valores y propuestas, legitima espacios colectivos. Una tradición cultural no es una esencia sino una historia y, por lo tanto, su desarticulación implica una serie de problemas intelectuales que devienen cuestión política contemporánea.

La historia siempre es una forma de responder a nuestro presente.

El reciente contexto electoral de Argentina, con la emergencia de una alternativa de extrema derecha encubierta con ropajes “liberales”, actualiza como pocas veces la estrategia anticomunista desarrollada en las últimas décadas.

Lejos de expresar una posibilidad cierta, la llamada “amenaza del comunismo” no es más que una decidida postura reaccionaria. Consiste, por un lado, en negar el más mínimo reformismo que permita que el Estado regule de manera efectiva la dinámica de acumulación del capital y, por otro, en profundizar la invisibilización del comunismo para las nuevas generaciones.

¿Por qué? La importancia del comunismo como partido fue la de intentar construir un programa y una organización que materializara una voluntad de Estado reformador de la sociedad, en un sentido de superación del entramado tejido por el capital y el trabajo asalariado. De aquí se nutre el discurso anticomunista.

Frente a esta situación, se corre el riesgo de caer en un radicalismo retrospectivo que solo critica el presente como modo de intentar restituir un pasado imposible.

Estas líneas parecen encuadrarse, más bien, como una apuesta casi marginal para construir un horizonte donde se abrace aquella belleza que todavía no ha llegado al mundo.




[1] José Saramago, Ensayo sobre ceguera, Buenos Aires, Punto de Lectura, 2008, p. 214.

[2] Para profundizar el análisis sobre el quiebre de una perspectiva dialéctica y totalizante de la realidad social, vale la pena leer los trabajos de Néstor Kohan, Desafíos actuales de la teoría crítica frente al posmodernismo, www.lahaine.org, 26/07/2007 y de Pablo Rieznik, “Engels, Ciencia y Socialismo”, revista: En Defensa del Marxismo Nº 8, Buenos Aires, septiembre 1995.

[3] Más allá de las estadísticas de titulación formal esgrimidas por el Estado, los indicadores sobre conocimiento expresan un avance descomunal del analfabetismo funcional, como parte del agravamiento de la desigualdad social  (ver: https://www.clarin.com/opinion/precarizacion-educativa_0_RGTNf0Wz-.html.) A esto habría que agregar el avance significativo de contenidos profundamente oscurantistas socializados desde diferentes instituciones de la cultura hegemónica (ver: http://enfoco.ffyb.uba.ar/content/antivacunas-terraplanistas-negacionistas%E2%80%A6-o-la-tiran%C3%ADa-de-la-falacia

[4] Jorge Luis Borges, Deustche Réquiem, en: Obras completas, T. 1, Buenos Aires, Sudamericana p. 877.

[5] Ver Frances Stonor Saunders, La CIA y la Guerra Fría cultural, Madrid, Debate. 2001 y Nestor Kohan, Hegemonía y cultura en tiempos “soft”, La Habana, Ocean Sur, 2021

[6] Producto de sus deformaciones burocrático autoritarias en los Estados que gobernaba o de sus diversas tensiones y complejos procesos en la casi totalidad de los partidos en que se organizó políticamente.

[7] Los comunistas argentinos enfrentaron de manera activa el terrorismo de Estado desde, al menos, 1974 y de un modo que no solo fue político sino, especialmente, desde la organización. Ver AA.VV, Comunistas argentinos desparecidos, Buenos Aires, Ediciones del PCA, 1982, disponible en:  https://www.marxists.org/espanol/tematica/argentina/partido-comunista/1982-comunistas-desaparecidos.pdf.

Comentarios

  1. Fotografía de Robert Robert Doisneau, "Rue Marcellin Berthelot, Choisy le Roi" (1945)

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